Y tuve las palabras hormigueando en las yemas de los dedos, en la piel del pecho, hasta molestar la ropa.
Pero se fueron. A pasearse libres donde no hace falta que nadie las oiga, ni las entienda, ni las ordene. Donde sirven para acariciar, acaronar, mojar muslos y regar vegetación al silencio sonreído.
Ahora, arisca como un gato de tejado, allí se quedan, en el lugar que las escuchan sin decirlas.
En ese lugar están bien, y seguro que son oidas por quien tiene que oirlas y sentidas por quien quiere vivrlas
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